"D: Tomás de Zumalacárregui, General Carlista"
Cuenta
el escritor José Mª Iribarren lo que ahora relato sobre este episodio de la
batalla de Larremiar.
En
este combate, se las vieron dos de los grandes generales del momento, El viejo Espoz
y Mina, veterano del la guerra contra el invasor francés y ahora general liberal, y el General Tomás
de Zumalacárregui, líder y alma de las tropas carlistas.
En ese combate, se
jugaba mucho, pues el Ministro Martínez de la Rosa, había pedido un “esfuerzo
loable” para que se ganase una batalla decisiva, en el convencimiento de que
ese triunfo le valdría mucha reputación a su causa y se ganaría el favor de su toda
Europa, más que con las misivas y embajadas, tal y como estaba haciendo hasta la
presente. Espoz y Minia, viejo y achacoso, no era muy partidario de ese tipo de
enfrentamientos bélicos con los carlistas. Se sabía enfermo, con dolores de estómago, y además, ese año,
el clima era extremadamente frío y duro incluso para las ásperas tierras
Navarras.
"El General Espoz Y MIna"
Por
otra parte, Zumalacárregui, no disponía de tanto equipamiento militar, cosa de
la cual si disponían los liberales. Por el contrario, contaba eso sí, con unos
soldados curtidos en mil batallas, fieles y valerosos, que seguirían “al Tío
Tomás” hasta las puertas del Infierno si él se lo pedía, y si estaba ansioso de tener un encuentro decisivo con su adversario Espoz y Mina.
El
combate del Monte de Larremiar (monte de la hierba baja) fue ese choque de
espadas de estos dos generales y que tantos deseaban. Ambos podrían conseguir, si
vencían, dar un gran golpe de efecto sobre la moral del adversario y avanzar mucho en el estado de la guerra.
Los caminos andaban nevados y embarrados, la niebla y los declives del escenario de la contienda, hacían que ambas fuerzas en liza, tuviesen que dar lo mejor de sí para salir airoso del envite.
Los caminos andaban nevados y embarrados, la niebla y los declives del escenario de la contienda, hacían que ambas fuerzas en liza, tuviesen que dar lo mejor de sí para salir airoso del envite.
Al
final, entre las tretas de “perro viejo” de uno, y la falta de comunicación de
los otros, hizo que aquellas jornadas quedasen ante el tablero de la Historia
como un empate.
Espoz
y Mina enturbió su prestigio con el “incendio de la aldea de Lercoraz”. Ante la
frustración de su retirada y el ver su orgullo herido por la acción de Zumalaárregui en las jornadas de Lerriamar, el general liberal se desahogó con los
pobres aldeanos de manera cruel. Lo cuenta de esta guisa Iribarren:
"Incendio de la alde de Lercoraz por los "peseteros" de Espoz y Mina"
“—¿Dónde
están los cañones?
—No
saber— dijo uno. Otros se alzaron de hombros.
—¿Cañonak non diré?— les repitió en
vascuence.
—No
sabemos; le juramos que no sabemos— respondieron en su lengua
nativa.
—Lo
sabéis, y si no lo decís ahora mismo, os fusilo y hago quemar el
pueblo.
—Nosotros
no sabemos nada de eso— volvieron a insistir.
Mina
se sulfuró al oírles.
—¡Qué
los cuenten de cinco en cinco! —ordenó.
Los
pusieron en fila para contarlos. Los que hacían el número cinco quedaban fuera
de la formación, «aferrados entre las manos de un cabo». Siete fueron los
elegidos de esta suerte para morir. Mina trató de hacer una última experiencia.
Mandó que fusilasen en el acto al regidor Juan Bautista Barreneche. Luego,
viendo que tal medida no hacía mella en el ánimo de los condenados, ordenó que
dos de ellos (Martín Meoqui y Juan Martín Goñi) fuesen pasados por las armas.
Mientras
se ejecutaba a estos dos infelices, los «peseteros» de Zarandaja, con teas en
las manos, metían
fuego al pueblo. Ardió todo él (23 casas), menos la iglesia y tres edificios.
Se armó una hoguera inmensa. «Los soldados se replegaron con paso a retaguardia
por no poder sufrir tanto calor». Las mujeres y los chicos del pueblo, cargados
con las ropas y utensilios de sus pobres hogares, contemplaban aquel estrago
con muda rabia y sereno estoicismo. Espoz y Mina marchó a Narvarte cuando las
llamas de Lecároz, alzándose rabiosas como una maldición, enrojecían el
anochecer. Aquella hoguera trágica que, durante tres noches, iluminó los cielos
del Baztán, constituía la venganza, (torpe y cruel venganza) de los apuros que
él y sus tropas habían sufrido sobre la fría nieve, en la jornada de Larremiar”.
Pero
lo que si se vivió en todo momento fueron escenas de combate y lucha sin igual.
Los españoles somos bravos combatientes y guerreamos dando lo mejor de nosotros
mismos, incluso cuando lo hacemos entre nosotros mismos. Esta es la historia de uno de esos valientes, la del
soldado Flores, de las tropas carlistas.
"Soldados Carlistas en combate"
“Fuí
testigo de un hecho verdaderamente heroico en el combate del puerto de Azaburu.
Había allí un soldado de la partida, joven navarro muy robusto, de una estatura
elevada y de una fisonomía notable. Una granada le destrozó el brazo, pero de
forma que la parte cortada estaba todavía unida al muñón por la piel y por la carne.
El intrépido soldado se inclinó cubierto de sangre, puso su brazo sobre una piedra,
y con ayuda de otra piedra un poco cortante, acabó la obra que la bala había
tan horriblemente comenzado. Hecho esto, envolvió su muñón en su manta, volvió
al fuego, e hizo un prisionero que condujo a presencia del general. La tropa
tenía orden de no dar cuartel, por lo que Zumalacárregui, viéndole regresar así
(con el prisionero vivo) y no sabiendo lo que le había sucedido, le recibió
dándole unos sablazos de plano. Por toda excusa el soldado levantó la manta y
descubrió su brazo. El general, movido a compasión, le dio cinco duros; ordenó
a su propio médico que cuidase del heroico mozo y le envió al hospital. Poco
tiempo después, el navarro fue nombrado sargento de Aduanas”.
El soldado de que habla el relato se
llamaba Flores y según se pudo saber años más tarde:
“Cuentan
que hace años vivían viejos que le conocieron. El tal Flores fue, a pesar de su
brazo manco, un veloz andarín que tomó parte en muchas apuestas. Era arriero de
oficio y recorría los pueblos de la Ribera comprando vino. Se cuenta de él que
con el muñón cargaba los pellejos sobre el baste de la caballería. También
decía la gente que se curó la herida introduciendo el brazo en una tina de
aceite hirviendo”.
Otra historia más que hay que contar a
nuestros hijos, pues de lo contrario, la Historia se olvidará y será reescrita
a gusto de los modernos.
L.
Gómez
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