domingo, 28 de marzo de 2010

SANTO REINO MÍSTICO Y LEGENDARIO

Se presume que esta inquietante fotografía represente al "Santo Aceituno". Obsérvese la dignidad del personaje sedente. Al cuello lleva colgado un escapulario de una Cofradía Sacramental. Puede pensarse de ellos lo que se quiera, pero la ortodoxia de estos saludadores del Santo Reino de Jaén está asegurada; pues no se apartaron ni un punto de la Doctrina de la Iglesia, recomendando siempre más fe y mayor vida de piedad, centrada siempre en la Virgen de la Cabeza, Patrona de la Diócesis.

EL SANTO ACEITUNO Y LOS DOCE CABALLEROS CUERVO

De entre todos los saludadores de la provincia de Jaén fue uno de los más célebres el que viviera allá en las postrimerías del siglo XIX. Su nombre Luis Aceituno. Era Luis natural de Valdepeñas de Jaén, y ya en vida su fama había llegado a muchos otros pueblos de la provincia. Muy pronto llegó su fama de taumaturgo también a la campiña que atalaya la Peña de Martos.

Luis Aceituno fue muy querido en vida, y muy recordado después de muerto. Las gentes sencillas que acudían a su cortijo para pedirle consejo o buscar consuelo le llamaban el "santo" Aceituno. Y en algunas casas todavía se le venera como uno de los más remotos antecesores de esa extraña rama de taumaturgos que se han transmitido en una mística cadena la "gracia" a través del siglo XIX y XX. Antes de aparecer él, cuentan los antiguos que ejerció su ministerio el "santo" Eleuterio que le cedió la "gracia" a Aceituno, éste tuvo a su sucesor en el "santo" Custodio, de la Joya del Salobral, viniéndose a concluir la saga con el "santo" Manuel, del caserío de los Chopos. Sin que se sepa si se ha transmitido a algún mortal, aunque conforme está el mundo tan sin gracia, lo dudamos.

Cuentan que desde muy pequeño Luis fue un niño muy piadoso que muy joven ya pastoreaba el rebaño de su padre. Según la leyenda, estaba él guardando su hato cuando se le apareció el Divino Pastor. Desde aquel día, el Niño Jesús le acompañó en las largas horas de soledad bucólica mientras el ganado pastaba en los pradizales. Luis Aceituno y el Niño Dios, dicen los romances, se pasaban las horas correteando y jugando, y fue el Niño Jesús quien le enseñó a sanar animales, amén de instruirlo en los misterios de la fe, pues era Luis tan pobre que no tenía tiempo para catequesis en la parroquia.

Muy pronto, según cuentan los ancianos, Luis Aceituno comenzó a manifestar unas extrañas dotes para aliviar a los menesterosos, curar el ganado y sanar a algunos enfermos a través de ese extraño don sobrenatural que el pueblo denomina "gracia". Hasta el cortijo en que tenía su morada llegaban los desahuciados por los médicos, así como todo género de necesitados en procura de particulares favores.

Pero el elenco de sus milagros será mejor que os lo cuenten sus paisanos. Lo que ha llegado a estas tierras de la Campiña fueron algunos romances de ciego que alguna que otra anciana recita de memoria. Entre esos romances hay uno que me parece digno de relatar por sus míticas reminiscencias, justo el que alude a las particulares circunstancias de su muerte y funeral.

Contaba este romance popular que el afamado santón llevaba una vida muy piadosa, teniendo en su propia casa una recogida capilla donde tenía costumbre de retirarse a orar. Rezaba ante un crucifijo que se posaba encima del pañito de encaje que cubría una mesa alta. Advertido de su inminente muerte, sin que se sepa la naturaleza de ese privilegiado aviso, puso en conocimiento de sus familiares su pronta defunción y los consoló con palabras de confianza y esperanza. Abrazó a su parentela y a los deudos más allegados y, acto seguido, se retiró a su oratorio para prepararse a recibir su hora de la verdad, con las esperanzas puestas en el desenlace de aquella última prueba.

A la hora que él había predicho a su familia, cerró los ojos y abandonó este mundo para pasar a mejor vida. Había seguido todos los pasos que le había pautado la Divina Providencia que todo lo dispuso. Entraron sus familiares a la capilla, y ante su cadáver se postraron llorosos su viuda, hijos y demás parientes que desde el pueblo vinieron al cortijo a una legua de Valdepeñas. Vinieron también los devotos del santón y se cuenta que, estando la casa del difunto concurrida por tantos amigos y familiares, doce caballeros se abrieron paso entre los dolientes y las plañideras. Nadie había visto nunca a aquellos forasteros. Vestían cada uno de ellos una impecable y fúnebre levita negra y cubrían con chistera sus cabezas.

Trajeron aquellos enigmáticos caballeros un ataúd de buena madera y ellos fueron quienes amortajaron al difunto. Una vez introducido el cadáver en el sarcófago, levantaron la caja y se la echaron a sus hombros. El cortejo emprendió el camino a la parroquia de Santiago Apóstol de Valdepeñas de Jaén de la que Luis Aceituno era feligrés. Se dice que una enigmática señora, montada sobre una mula, encabezaba el cortejo fúnebre.

Tras una solemne misa de funeral, se le dio sepultura, y los extraños caballeros sufragaron todos los gastos del sepelio. Después del entierro, los doce caballeros desaparecieron y nadie más los volvió a ver nunca más.

La familia del finado retornó a su cortijo, dolorida por la pérdida y fatigada por el trajín de la exequias. Lo primero que hicieron fue entrar al oratorio del santón. Abrieron la puerta de la capilla, y se quedaron perplejos ante una hilera de cuervos negros, que muy apaciblemente estaban apostados sobre la mesa en que se alzaba el crucifijo. Nadie sabía por dónde habían entrado aquella aves de la inmortalidad. Extrañados por aquellos huéspedes, los parientes de Aceituno hicieron jaleo para espantarlos, y los cuervos emprendieron el vuelo buscando la salida del habitáculo. Hubo uno de entre los parientes que en la algarabía logró contarlos: Eran doce los cuervos, como los doce caballeros.

Manuel Fernández Espinosa

No hay comentarios:

Publicar un comentario